de Marcelo Pakman*
(Publicado en Actualidad Psicológica, Año XLV, Nro, 494, “Pandemia, angustia y contención”, Buenos Aires, 2020)
Pareciera que, contra Freud, del trío de heridas infligidas a nuestro narcisismo por él mentadas, hubiéramos olvidado las infligidas por Copérnico y por Darwin quienes, descentrándonos en el universo y en el mundo de lo viviente, respectivamente, precedieron a la infligida por el inconsciente al quitarnos la ilusión de ser “dueños en nuestra propia casa” (Freud, 1917). Como si Copérnico y Darwin hubieran sido pasos progresivos, una vez mencionadas las tres heridas se deslizaron post Freud hacia ser vistas como una cronología que culminaba en el inconsciente freudiano. El olvido de esos pasos precursores, afianzado por el giro lingüístico del pensamiento del siglo xx, volvió más difícil sostener la continuidad entre el mundo copernicano, el darwinista y el freudiano, que son simultáneos y entrelazados conceptualmente. Sin esa continuidad efectiva, en lugar de asegurar el sostén permanente y enriquecedor de esas heridas narcisistas se facilita una inversión de carácter justamente narcisista.
Distanciados o disociados de nuestra propia inserción filogenética, de carácter físico-químico, en el universo, por una parte, y del sentido corporal primario que inaugura las primeras distinciones onto-genéticas previas a la adquisición del habla, por la otra, el camino se abre para el encierro en una versión desvitalizada de nosotros mismos, como si solo fuéramos seres hablantes instalados en el mundo del significado y la interpretación. Esta reducción de nuestra condición a ser texto omnipresente enrareció la atmósfera que respiramos mucho antes que el virus de la presente pandemia lo hiciera en nuestros cuerpos y tiene consecuencias tan malas como las más frecuentemente denunciada reducción a lo biológico que floreció en la década del cerebro de los años 90.
No es raro que, en estas condiciones, la interpretación caiga en una repetición que Freud supo ver como un fenómeno tanático mal integrado a la corriente vital de Eros. Con ello, el inconsciente vuelto texto interpretable se desligó del lugar cósmico y biológico de nuestra existencia material y sensual en un mundo que encontramos, que nos hace y que nos excede, por más que nuestra aventura vertical en el planeta logre transformarlo a través de la acción, la razón y la palabra.
El privilegio de contar con nuestras tecnologías de comunicación a distancia en estos días, mientras nos aleja de las condiciones de aislamiento extremo en que nuestros antepasados vivieron otras pandemias y epidemias, suplementa al refugio narcisista en la reiteración de lo consabido y transforma a nuestras pantallas, ventanas virtuales, en espejos también desvitalizados de nosotros mismos. Al mismo tiempo, lo que retorna en estos días como ominoso en la naturaleza que logramos aún ver más allá de nuestras puertas y ventanas, es el espectro de la materialidad sensual rechazada que nos constituye y excede, embrujando la nube de interpretaciones en la que aprendimos a refugiarnos, aunque puede llegar a agobiarnos como el callejón sin salida del romance especular de Narciso y Eco.
¿Pero qué queda si logramos contener la interpretación de lo consabido? Para quienes todo es interpretación no quedará nada, una mera utopía. Pero esa misma formulación puede ser parte del englobamiento narcisista que sufrió el argumento freudiano con el que partimos. La interpretación florece en el interior de la palabra que con acento en el significado crea un mundo textual cuya única materialidad pareciera ser la del significante, el mundo hecho signo. Y es proclive también a florecer en los interiores a través de cuyos marcos conectores (puertas y ventanas) nos vinculamos y alejamos del mundo, hoy amenazante como nunca, arquitecturas de la representación que termina de condenar la presencia como utopía.
Sin embargo, encerrados en nuestros refugios y realidades virtuales nos sentimos, paradójicamente, a la intemperie, devueltos a la presencia del mundo, presentes de un modo que vivimos como irreal como si la realidad de la naturaleza nos resultara excesiva. Como todo lo que nos señala que llegamos tarde, que no estamos en el centro de un mundo hecho a nuestra medida, el evento pandémico nos enfrenta a una singularidad a la que, sin embargo, tendemos a enfrentar con repeticiones de lo consabido propias de quien extraña la ceguera anterior.
Contener la repetición de interpretaciones de una Psicología que creció con frecuencia a la sombra del giro lingüístico y solo atinó a mentar lo real como un borde definido negativamente, no implica que debamos entregarnos a la palabra médica a la que, con razón, dirigimos nuestras esperanzas, pero puesta al servicio de políticas reaccionarias al ser usada estos días para no hablar más de inmigrantes, de elecciones que probablemente será más fácil robar en desmedro de la democracia, de crisis económicas que ya estaban en ciernes o haciendo estragos antes de la pandemia, de las tantas causas justas que nos ocupaban, reemplazadas ahora por un único desvelo.
No se trata entonces de seguir la vía repetitiva de la interpretación que descubre lo consabido, aceptada tantas veces como un regalo que quien la recibe le hace a aquel que diciéndola, nos da de paso el solaz de estar ante un avatar, por cierto menor, de la palabra divina hoy tan vergonzante en el mundo intelectual, o bien de reemplazarla por otra palabra cuasi divina de base científica.
No se trata de repetir interpretaciones abstractas de significados que se agotan en callejones sin salida, ni de abandonar el campo para refugiarse en una supuesta biología a la que pudiéramos acceder sin mediación alguna de un modo directo e incontaminado. Ahora que debemos permanecer encerrados nos llega con esa intemperie temida el aire fresco pero escaso de alejarse de lo consabido y reencontrarse con el sentido corporal que está en la raíz del significado, a mitad de camino entre una corporalidad inanimada y una mente desencarnada.
El significado verbal reflexivo es el modo más efectivo de comunicar acerca de lo específico pero esta ventaja conlleva una abstracción que se aleja de los mecanismos corporales sensorio-motrices que inauguran el sentido como inclinación temprana que permite aprender, por ejemplo, que no todo lo que vemos puede ser tomado con nuestras manos, que no todo lo alcanzado puede ser comido si bien lo intentamos en el seno de la díada temprana, y tantas otras cuestiones que hacen a nuestras orientaciones básicas como aprendizaje a habitar un mundo material y sensual. De allí que, para habitar la intemperie sea importante contener la interpretación abstracta y retornar, por así decir, a nuestras habilidades de sentido facilitadas por una situación en la que la atención a nuestras necesidades corporales permite reflotar nuestras sensibilidades a lo singular, que tienden, cuando se adquiere el habla que se transforma en un atractor poderoso, a hacerse invisibles, aunque nunca desaparecen y continúan siendo un fundamento de la comunicación en contra de lo afirmado por los culturalismos radicales.
Contener la representación de lo significados consabidos al encontrarnos a la intemperie, es equivalente a lo que decía Walter Benjamin, contra Marx, de que las revoluciones no son las locomotoras de la historia sino más bien el acto de usar el freno de emergencia para aquellos que viajamos en ese tren. Y así dar lugar a prestar atención a nuestras corporalidades en situación de emergencia, nuestras necesidades de cuidado afectivo básico, facilitando el contacto frecuente con gente querida, dosificando la lectura de informaciones con intoxicaciones numéricas (importantes para quienes piensan la epidemiología pero no para cuidar de los nuestros), asegurando una actividad física que desentumezca el cuerpo, respirando el aire que casualmente va ganando en pureza a medida que la actividad industrial y el transporte se ralentiza, asegurando la alimentación, pidiendo y brindando ayuda, haciendo si podemos nuestros trabajos, acompañando en la incertidumbre de lo que está por venir, etc.
Vivir a la intemperie es vivir en el sentido de la experiencia, lo nuevo que aturde y no cesa y su com-posibilidad con lo consabido, haciéndolo posible a la luz de la aparición, la llegada o nacimiento a la presencia de aquello que nos trae a nosotros como existentes más allá de lo que solemos ser y decir, reacomodando lo que considerábamos esencial. Se trata de encontrar en el sentido señales de vida que el englobamiento tanático en la palabra consabida excluye como posibilidad. De vivir en el sentido corporal, material y sensual que habitamos como infantes sin habla, que no es el del significado sino el de su raíz en la corporalidad temprana que encarna al mismo tiempo una inclinación ética hacia una vida mejor. De vivir en el afuera de nosotros mismos, en lo abierto, el evento ambiguo e integrarlo en la imaginación como una búsqueda inmanente a una vida que valga la pena de ser vivida.
* Me he dedicado a pensar articulaciones entre filosofía, epistemología, arte y pensamiento crítico con la práctica clínica de la psicoterapia, la terapia familiar y las intervenciones sociales en ámbitos diversos. Soy el autor de Palabras que permanecen, palabras por venir: micropolítica y poética en psicoterapia (2011); y los dos primeros volúmenes de la trilogía “El espectro y el signo”: Texturas de la imaginación (2014) y El sentido de lo justo (2018) todos en Editorial Gedisa.